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Muchísimos años antes de que los blancos llegasen a romper la paz y el encanto de esta maravillosa tierra de pampas, montañas, glaciares, fiordos, canales y bosques milenarios, habitaban aquí dos grupos de gentes vigorosas y apuestas: los tehuelches y los onas. El jefe tehuelche tenía una hermosa hija, Calafate, orgullo y dicha de su padre. Poseía ojos grandes y hermosos, de un extraño color dorado, y era toda bella como el amanecer. Un día acertó a llegar al aiken de Calafate un joven ona que había cumplido la edad del kloketen, ceremonia de consagración de los onas en su mayoría de edad. Era alto y apuesto, e iba vestido con un bello quillango, manta hecha de piel de guanaco. El joven ona y Calafate se enamoraron, aun sabiendo que sus tribus no aceptarían esta unión. Pero como su amor era más fuerte que todo, decidieron huir y vivir solos y felices en el wigwan, choza hecha de piel de guanaco que harían en Onaisin.
Pero alguien descubrió los planes de los enamorados y los denunció al viejo jefe tehuelche. Éste supuso que el Gualiche, deidad maligna de los tehuelches, había embrujado a Calafate instándola a huir con un ancestral enemigo de su tribu.
Encolerizado, el jefe llamó a la shaman de su tribu y le ordenó frustrar la huida de la pareja, hechizando a Calafate. Habría de convertirla en algo extraño, hermoso e inalcanzable, pero permitiendo al mismo tiempo que sus bellos ojos siguieran contemplando el aiken que la vio nacer.
La shaman caviló y caviló. Miró a su alrededor como buscando inspiración a nombre de Calafate. Fue así como la shaman embrujó a la bella joven y la convirtió en arbusto. Y cada primavera el calafate se cubre de flores de oro, que son los ojos de la niña tehuelche, que contempla la tierra bella y salvaje donde conoció a su amado.
El joven ona jamás pudo encontrar a Calafate, pese a buscarla por todos los rincones de la región. Al sentirse para siempre aislado de su amada, murió de pena.
Entretanto, la shaman, pesarosa del mal que había causado a los amantes, hizo que las flores del calafate, al caer, se convirtieran en un dulce fruto purpúreo: es el corazón de la bella tehuelche. Todos los que comen de este fruto caen bajo el embrujo de Calafate, como ocurrió con su amante ona. Y, aunque vivan en otros lugares, el hechizo continúa y son atraídos por un extraño magnetismo al aiken que hoy se llama Punta Arenas.